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Los corazones valientes

Los corazones valientes - cuento familiar

El cuento de Los corazones valientes

En una casa llena de libros, juguetes y risas vivían Enok, un niño curioso de tres años, y su hermana pequeña Daina, de solo dos, alegre y llena de energía.

Enok y Daina lo hacían todo juntos: jugaban, se peleaban un poquito y se reconciliaban con abrazos. Se contaban cuentos, compartían meriendas y también secretos debajo de la mesa del comedor.

Una tarde, mientras dibujaban con rotuladores de colores, su madre les dijo con una sonrisa:

—Pequeños míos, ¿sabéis qué? Dentro de poco nacerá vuestro primo Eneko. Será muy, muy pequeñito.

—¿Más pequeño que mi muñeca? —preguntó Daina, abriendo los ojos como platos.

—¡Mucho más! —rió su madre—. Y vosotros podréis ayudarle a crecer feliz.

Enok se quedó pensativo.

—¿Y si no le gusto? —preguntó bajito.

La madre se inclinó, le dio un abrazo y le susurró:

—Aún no lo sabe, pero tenerte a ti y a Daina cerca será uno de sus mayores regalos. No hace falta ser perfecto, solo quererle y estar ahí cuando os necesite.

Desde ese día, Enok y Daina empezaron a prepararse. Crearon una caja secreta con cuentos, peluches suaves y una mantita para cuando el bebé viniera de visita. Se autoproclamaron los protectores del pequeño Eneko.

Cuando por fin nació Eneko, era suave como una nube. Tan pequeño, tan tierno, tan… nuevo. Enok lo miraba desde el sofá con un dedo en la boca.

—Es tan frágil…

—¡Y huele a galleta! —dijo Daina riendo.

Al principio no sabían bien qué hacer. Eneko no hablaba ni jugaba, solo dormía, comía y lloraba. Pero su madre les explicó:

—Aunque sea pequeño, lo siente todo. Vuestros abrazos, vuestras canciones, vuestro cariño. Eso es lo más importante.

Así que Enok y Daina empezaron a cuidarlo como sabían. Le contaban cuentos inventados, le cantaban canciones bajito y le daban su peluche favorito.

Con el tiempo, Eneko creció. Aprendió a sonreír, a sentarse, y un día… ¡a gatear hacia ellos! Como si supiera que eran sus héroes secretos.

Un día, Eneko se cayó y empezó a llorar. Daina le dio un beso en la frente, y Enok le ofreció su osito favorito. Eneko dejó de llorar y los abrazó con sus bracitos redondos.

—¿Lo veis? —dijo su padre, que los observaba desde la puerta—. Eso es una familia: ayudarse, estar juntos y quererse sin condiciones.

Enok y Daina se miraron. Ya no eran solo hermanos. Ahora también eran primos mayores, guardianes del pequeño Eneko.

Y ese día comprendieron que la fuerza más grande no es la de los que saben mucho, sino la de los corazones valientes que se cuidan, se acompañan y se quieren siempre.

Desde entonces, los tres niños crecieron entre abrazos, juegos y sonrisas. Eneko tenía dos protectores que lo adoraban, y Enok y Daina aprendieron que cuidar también es una forma de amar.

FIN

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