Había una vez una niña que se llamaba Laia. Vivía en un pequeño pueblo rodeado de montañas, donde todos cultivaban huertos y compartían las verduras con los vecinos. Pero Laia tenía un sueño diferente: quería explorar el mundo más allá de las montañas.
Un día, paseando por el bosque, encontró una caja brillante medio enterrada bajo unas hojas. Cuando la abrió, salió un dron pequeño y reluciente, con unas alas de luz azul.
—Soy el Dron Encantado —dijo con una vocecita metálica—. Puedo volar muy alto y enseñarte cosas que nadie más puede ver. Pero recuerda: solo te ayudaré si usas lo que descubras para hacer el bien.
Laia, maravillada, aceptó.
Con el dron, vio cómo un arroyo se secaba porque unos hombres cortaban árboles demasiado cerca de la fuente. También vio una casa muy triste, donde un abuelo vivía solo y olvidado. Y más allá, en el mercado del pueblo, vio cómo algunos acumulaban comida mientras otros no tenían suficiente.
Cada vez que volvía de sus exploraciones, Laia no guardaba la información para sí misma. Avisaba a los vecinos, que juntos plantaban nuevos árboles y llevaban agua al arroyo. Visitaban al abuelo y le hacían compañía. Y en el mercado, decidieron compartir lo que tenían, creando un gran banco de alimentos.
El dron, al ver que Laia cumplía su promesa, brilló aún más y le dijo:
—Mi encanto se rompe hoy. Ahora no soy yo quien te ayuda, sino que eres tú quien ayuda a los demás. El verdadero poder está dentro de ti.
Y con un último movimiento, el dron se transformó en una lucecita que se fundió en el corazón de la niña.
Desde aquel día, Laia nunca dejó de observar y ayudar. Y el pueblo, gracias a ella, se convirtió en un lugar donde nadie quedaba atrás.
Y si pasas una tarde por aquellas montañas, quizá aún veas una pequeña luz azul en el cielo, recordando que la bondad vuela más lejos que cualquier dron.