Todo empieza un día muy especial. Un día distinto a todos los demás. El cielo estaba azul como una frazadita limpia, y el aire olía a flores tiernas y promesas nuevas.
Ese día llegó Ana.
Su mamá la tomó en brazos por primera vez y lloró… pero no de tristeza, no. Lloraba de alegría, de amor, de ese amor que sólo se siente cuando el corazón late más fuerte que nunca.
—Hola, Ana… —le susurró al oído—. Te estuvimos esperando hace rato, y por fin estás acá.
El papá, con los ojos llenos de luz, la tocó suavemente con un dedo.
—Sos tan chiquita… y a la vez tan grande. Ya sos todo lo que somos.
La casa se llenó de una paz nueva, de una calma dulce, como si todos supieran que había llegado alguien muy importante. La abuela de Ana dijo que parecía una estrella, y el abuelo aseguró que nunca había visto un bebé tan despierto.
Y hasta el gato, que siempre andaba medio molesto, se sentó a su lado y empezó a ronronear. Parecía decirle: “Bienvenida a tu mundo, chiquita”.
Ana era chiquita, sí. Pero dentro suyo había un mundo inmenso. Cuando bostezaba, parecía que abría ventanas a sus sueños. Cuando cerraba los ojos, el aire se detenía un momento para escuchar su silencio.
Y cuando reía… ¡ay! Cuando reía, las nubes se corrían, las campanas sonaban solas y las flores se daban vuelta para mirarla.
Todos decían: “¡Qué nena tan fuerte!”, porque con cada pequeño movimiento mostraba su energía.
“¡Qué nena tan lista!”, porque escuchaba el mundo con los ojos bien abiertos, como si entendiera todo.
“¡Qué nena tan alegre!”, porque con su primera sonrisa pintó de colores el corazón de todos.
Los días pasaron, y cada día era nuevo con Ana. Su mamá le cantaba canciones dulces, su papá le contaba cuentos inventados, y ella escuchaba… o quizás sólo sentía las voces que le decían, todos los días, sin falta:
—Te queremos. Te queremos como nunca quisimos a nadie. Y siempre lo vamos a hacer.
Cuando Ana lloraba, todos se quedaban en silencio. No por miedo, sino por respeto. Porque esas lágrimas también eran palabras, y estaban aprendiendo a escucharlas.
Cuando Ana dormía, la casa se volvía tierna. Las horas pasaban de puntitas, y el mundo parecía cuidarla con una mano invisible.
—Cuando seas grande, Ana, vas a poder ser todo lo que quieras —le decía la mamá mientras le hacía un masaje suave en los pies chiquitos.
—Podés ser astronauta, bailarina, jardinera, veterinaria, escritora o guardiana de cuentos —añadía el papá con voz divertida.
Pero lo más importante era otra cosa. Y lo repetían, noche tras noche, como un conjuro que nunca se borra:
—Quienquiera que seas, hagas lo que hagas… siempre vas a ser amada. Siempre.
Y así, cada noche, envuelta en palabras dulces y mimos de nube, Ana se dormía. Y soñaba. Y crecía.
Y aquí termina un cuento, aquí un arrullo, porque llegó Ana… y todo es más dulce.