Había una vez, muy arriba en el cielo, una pequeña estrella llamada Luma. Cada noche, todas las estrellas del firmamento se preparaban para iluminar el cielo con su luz brillante. Pero Luma… no quería brillar.
—“¿Para qué sirve que brille yo si hay tantas otras estrellas?” —decía bajito mientras se escondía detrás de una nube.
Cada noche, miraba cómo sus amigas danzaban en el cielo, pintando caminos de luz. Luma solo suspiraba y se quedaba calladita, con su luz apagada.
Un día, la Luna se le acercó y le dijo con voz suave:
—“¿Sabes, Luma? Una sola estrella puede guiar a un viajero perdido. A veces, una pequeña luz puede dar mucha esperanza.”
Luma pensó durante un rato. Esa misma noche, mientras un pequeño búho volaba en busca de su nido, una niebla espesa lo hizo perderse. El cielo estaba oscuro, y no sabía por dónde volar.
Entonces, con mucho cuidado, Luma encendió su luz. No era muy grande, ni muy fuerte, pero brillaba con todo su corazón. El búho la vio desde abajo, sonrió y voló siguiendo su luz hasta su hogar.
Desde aquel día, Luma nunca más dudó de su brillo. Aprendió que toda luz importa, por pequeña que sea.