En una casa llena de risas y juguetes, vivían tres hermanos: Tomi, de ocho años, Liam, de seis, y el pequeño Aidden, de cuatro. Aunque se querían mucho, a veces discutían por cosas pequeñas: quién jugaría primero con el coche rojo, quién elegiría el cuento de la noche o quién había dejado los crayones sin tapa.
Una tarde, mamá los llamó al sofá y les dijo con voz suave: —Mis amores, quiero contarles algo muy importante. Los tres se acomodaron, curiosos.
—Ustedes son hermanos, y eso significa que estarán juntos siempre. A veces pueden enojarse, pero lo más importante es que se cuiden y se ayuden. Imaginen que son un equipo. Si un equipo no juega unido, no puede ganar.
Tomi frunció el ceño. —¿Pero qué pasa si Aidden rompe mi dibujo sin querer? —O si Tomi no me deja jugar con sus bloques —agregó Liam. —O si Liam se come mi última galleta —dijo Aidden con voz chiquita.
Mamá sonrió. —Siempre pueden hablar y buscar soluciones. En lugar de pelear, pueden decirse cómo se sienten. Si Aidden rompe tu dibujo, puede ayudarte a hacer otro. Si Tomi no te presta sus bloques, puedes pedirlo de buena manera. Y si Liam se come tu galleta, él podría compartir su merienda después. Así es como funciona un buen equipo.
Los tres hermanos se miraron. Sabían que no siempre sería fácil, pero también sabían que mamá tenía razón.
Al día siguiente, mientras jugaban en el patio, Liam tropezó y cayó al suelo. Se raspó la rodilla y los ojos se le llenaron de lágrimas. Tomi y Aidden corrieron a su lado. —Te ayudo a levantarte —dijo Tomi, ofreciéndole la mano. —Yo te traigo una curita —dijo Aidden, corriendo hacia la casa.
Cuando mamá los vio juntos, sonrió orgullosa. Porque, al final del día, lo más importante no era quién tenía el coche rojo o la última galleta. Lo más importante era que Tomi, Liam y Aidden siempre estarían unidos, porque eran hermanos para siempre.
