En un rincón escondido de un bosque encantado vivía el ogro Pepito. Pero no era un ogro como los de los cuentos que asustan a todo el mundo. Pepito era un ogro simpático y muy curioso. Era tan alto como un árbol y fuerte como un roble, pero lo que más le gustaba hacer era pasear por el bosque y ayudar a los animalitos.
Cada día, Pepito salía de su casa —una cueva llena de luz con flores colgando del techo— y exploraba nuevos rincones del bosque. Le encantaba hacer nuevos amigos, aunque a menudo los animales huían asustados al verlo.
—¡Es porque soy muy grande y hago ruido cuando camino! —se decía Pepito, algo triste.
Una mañana, mientras paseaba, escuchó un llanto. Pepito siguió el sonido hasta que encontró a una pequeña ardilla atrapada bajo una rama muy grande.
—¡Ayúdame, por favor! —gritó la ardilla con voz temblorosa.
Con mucho cuidado, Pepito levantó la rama, y la ardilla quedó libre.
—¡Gracias! Pero… ¿no eres malo? —preguntó la ardilla con los ojos muy abiertos.
—¿Malo? ¡No! Solo soy grande, pero tengo un corazón pequeño y tierno.
La ardilla, que se llamaba Chispa, prometió contarles a todos los animales que Pepito era un amigo, no un peligro.
Esa misma tarde, Pepito se encontró con una escena extraña en el río. Los patos estaban alborotados porque el agua se había atascado con unas piedras. Sin pensarlo, el ogro quitó las piedras una a una, y el agua volvió a fluir.
Los patos lo miraron agradecidos y lanzaron su mejor «cuac-cuac» para darle las gracias.
—¿Y ustedes no son malos? —preguntó Pepito en broma.
Los patos rieron y prometieron no volver a tenerle miedo.
Con el tiempo, Pepito se convirtió en el protector del bosque. Siempre que había un problema, los animales acudían a él. Y él, con sus manos gigantes pero suaves, siempre encontraba una solución.
Una noche, la luna llena iluminó el bosque y todos los animales se reunieron frente a la cueva de Pepito. Habían preparado una sorpresa: un banquete lleno de bayas, frutos y flores.
—¡Gracias, Pepito! Por ser nuestro amigo y hacer del bosque un lugar más bonito.
Así, el ogro Pepito aprendió que, aunque era diferente, era muy querido. Desde entonces, nadie en el bosque tenía miedo de los ogros, porque sabían que no todos eran iguales.