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El lobo y la zorra

el lobo y la zorra - cuento de Perú andino

El cuento de El lobo y la zorra

Hace mucho tiempo, en las altas montañas del Perú, donde las nubes acarician los picos nevados y el aire huele a hierbas silvestres, vivía un lobo grande y orgulloso. Este lobo, con su pelaje gris y sus ojos amarillos, siempre andaba presumiendo de ser el animal más fuerte y valiente de todos los Andes. Pasaba los días paseándose por los cerros, asustando a los vizcachas y diciendo a todo el que quisiera escuchar:

—¡Nadie es más poderoso que yo! ¡Soy el dueño de estas montañas!

Cerca de allí, entre las rocas y los ichu, vivía una zorra pequeña pero muy astuta. Su pelaje era del color de la tierra al atardecer, y sus ojos brillaban como si guardaran un secreto. La zorra escuchaba las fanfarronadas del lobo, pero nunca decía nada. Solo observaba y sonreía para sí misma, porque sabía que la fuerza no lo es todo en la vida.

Una tarde, cuando el sol comenzaba a esconderse tras las montañas y el frío de la noche empezaba a caer, la zorra regresaba a su guarida llevando entre sus dientes un cuy asado que había encontrado en el camino. El aroma del cuy, dorado y crujiente, se esparcía por el aire, y el lobo, que pasaba por allí, lo olió al instante.

—¡Eh, zorra! —rugió el lobo, plantándose frente a ella—. Ese cuy es mío. Dámelo ahora mismo o verás lo que pasa.

La zorra, sin perder la calma, dejó el cuy en el suelo y miró al lobo con sus ojos vivaces.

—Por supuesto, señor lobo —dijo con voz suave—. Usted es el más fuerte, y yo no quiero problemas. Pero, si me permite, tengo una propuesta mejor.

El lobo frunció el ceño, intrigado.

—¿Qué propuesta? —gruñó.

—Verá —continuó la zorra—, más allá de ese cerro, en mi guarida, tengo no uno, sino dos cuyes asados, tan jugosos como este. Si me ayuda a cruzar el río Apurímac, que está crecido por el deshielo, se los daré a usted.

El lobo se relamió al pensar en dos cuyes en lugar de uno.

—¡Trato hecho! —exclamó—. Pero no intentes engañarme, zorra.

—¡Jamás! —respondió ella, llevándose una pata al pecho como si hiciera una promesa solemne.

Juntos, se dirigieron hacia el río Apurímac, cuyas aguas turbulentas bajaban con fuerza desde las alturas. Cuando llegaron, la zorra señaló un puente estrecho hecho de paja trenzada, como los que usaban los antiguos pobladores de los Andes.

—El puente es frágil —explicó la zorra—. Será mejor que usted pase primero, señor lobo. Su peso lo hará más estable para cuando yo cruce después.

El lobo, hinchado de orgullo, no lo pensó dos veces.

—¡Por supuesto! —dijo, y sin más, pisó el puente.

Pero apenas puso sus pesadas patas sobre la paja, esta comenzó a crujir y a ceder. El lobo, asustado, intentó retroceder, pero ya era tarde. Con un gran crujido, el puente se rompió, y el lobo cayó al agua helada del río.

—¡Auuuu! —aulló, mientras la corriente lo arrastraba río abajo.

La zorra, desde la orilla, no pudo evitar reírse.

—¡El más fuerte no siempre es el más sabio, señor lobo! —le gritó, mientras el lobo desaparecía entre las aguas espumosas.

Con el tiempo, el lobo logró salir del río, empapado y temblando de frío. Desde ese día, dejó de presumir tanto y aprendió a respetar a los demás animales, especialmente a la pequeña zorra, que le había dado una lección que nunca olvidaría.

Y así, en las montañas del Perú, se cuenta esta historia para recordar que la inteligencia y la astucia pueden ser más poderosas que la fuerza bruta, y que la humildad es una virtud que todos deberíamos cultivar.

FIN

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