Érase una vez, en un pequeño pueblo escondido entre montañas verdes y campos florecidos, un pino enorme. Pero no era un pino cualquiera; era tan alto que parecía querer hacerle cosquillas a las nubes y tan ancho que todos los niños del pueblo podían jugar a su alrededor sin que nadie los encontrara.
Se decía que dentro de ese viejo pino vivía un gigante. Pero no un gigante como los de otras historias, que asustan y hacen daño. No, este gigante era amable y tenía un corazón tan grande como su árbol.
El gigante del pino adoraba escuchar el canto de los pájaros y ver a los niños jugar cerca de su hogar. Pero siempre lo hacía en silencio, porque no quería asustar a nadie con su enorme tamaño.
Un día, una niña pequeña y valiente llamada Lia decidió que quería conocer al gigante. Con un ramo de flores en la mano, caminó con determinación hasta el pino y llamó:
—¡Hola, señor Gigante! Soy Lia y le traigo estas flores como regalo.
Desde dentro del pino, se escuchó una voz profunda y cálida que respondió:
—Muchas gracias, pequeña Lia. Hacía años que nadie me hablaba con tanta amabilidad.
Lia y el gigante comenzaron a conversar y pronto se hicieron buenos amigos. Él le contó historias de tiempos antiguos, de cómo había visto crecer el pueblo y de lo mucho que amaba la paz y la tranquilidad que su árbol le ofrecía.
La noticia de la amistad entre Lia y el gigante se extendió por todo el pueblo, y pronto todos quisieron conocer al amable gigante que vivía dentro del pino. Con el tiempo, el gigante se convirtió en un amigo para todos, y el gran pino pasó a ser un lugar de encuentro donde todo el mundo era bienvenido.
