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El dibujo que no entraba en la agenda

El dibujo que no entraba en la agenda

El cuento de El dibujo que no entraba en la agenda

Camila tenía diecisiete años y era la típica chica que todos admiraban por lo responsable que era. Siempre llegaba puntual, sus carpetas estaban tan prolijas que brillaban, y no había examen que no preparara como si fuera el más importante de su vida.

Pero hacía semanas —quizás meses— que algo no estaba bien.

Los ojos le temblaban cada vez que pensaba en el ingreso a Medicina, y el corazón se le aceleraba cuando alguien le preguntaba:
—¿Y vos, qué vas a estudiar?

Camila quería ser médica. Lo deseaba con todo el corazón. Pero detrás de ese sueño tan grande, había un miedo todavía más grande: el de no ser suficiente.

Y así, entre resúmenes, simulacros y agendas llenas de resaltadores de colores, Camila empezó a desaparecer. No del todo, no físicamente. Pero sí de las cosas lindas: de los juegos con su hermana menor, Sofi; de las charlas sin apuro con los abuelos; de las meriendas largas con sus papás; de las canciones que antes cantaba en la ducha.

Un día, Sofi entró sin golpear a la habitación de Camila. Traía una hoja con un dibujo lleno de colores. Había dos chicas, una grande y una chiquita, bajo un árbol enorme, tomadas de la mano.

—Soy yo con vos —dijo Sofi—. Pero vos nunca estás. Siempre tenés cara de cansada y te decís cosas feas. Yo quiero a la Cami que se ríe.

Camila no supo qué decir. Se quedó mirando ese dibujo. No había carpetas, ni apuntes, ni notas. Solo un momento que se estaba perdiendo.

Esa noche, después de mucho tiempo, Camila no estudió. Bajó con Sofi a hacer pochoclos y vieron una película con sus papás. Al día siguiente, habló con su mamá y le dijo que se sentía muy presionada, que tenía miedo de fallar. La madre la escuchó, sin apuro, sin juzgarla.

—Hacer las cosas bien está buenísimo, Cami —le dijo—, pero si te cuesta tu salud, no vale la pena. El mundo no se termina en una nota. Y vos no sos solo tu promedio.

Buscaron ayuda, y Camila empezó terapia. De a poco, aprendió a respirar antes de estudiar, a frenar sin culpa, a ponerle un límite a las exigencias que se ponía ella sola.

No dejó de estudiar, pero sí empezó a vivir mientras lo hacía.

Por las tardes salía a caminar con Sofi. Los domingos almorzaba con sus abuelos. Volvió a escuchar música, a reírse, a recordar que era mucho más que una alumna aplicada.

El día del ingreso, entró al aula con el corazón tranquilo. Sabía que había dado lo mejor, pero sobre todo sabía que, pasara lo que pasara, ella iba a estar bien.

Porque había aprendido que cuidar los sueños está muy bien… pero cuidarse a una misma es imprescindible para llegar a ellos.

FIN

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