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Brownie y Panky

El cuento de Brownie y Panky

Bajo el calorcito tranquilo de finales de junio, en la bulliciosa Ciudad de México, vivían dos hermanitas de cuatro patas llamadas Brownie y Panky. Brownie, una golden retriever de pelaje sedoso, era la hermana mayor protectora. Panky, una cruza de jack russell con unas orejas que parecían siempre paradas, era pura energía y curiosidad.

Una tarde, escucharon una plática que les heló el corazón.
«La vecindad necesita reparaciones urgentes, nos toca mudarnos un tiempo a un departamento chiquito… no las podemos llevar», dijo la voz apenada de su dueño.
Un nudo se les formó en la garganta. ¿Separarse de su familia? ¿Dejar su hogar?

Días después, un viaje en coche las llevó rumbo a las afueras, adentrándose en un mundo de calles empedradas y aire que olía a tierra mojada y flores. Llegaron a Xochimilco, a la casa de los abuelos con sus muros color terracota y un jardín que parecía no tener fin.

Allá las esperaban la abuelita Lupita, con manos suaves y arrugadas que sabían a mimos, y el abuelito Toño, de sonrisa tranquila y un silbido que llamaba a todo.

Al principio, todo era extraño. Los sonidos de las trajineras en los canales les daban susto, y en las noches, se acurrucaban juntas en una canasta nueva, extrañando los latidos familiares de su antigua casa. Panky, normalmente atrevida, se quedaba quieta junto a Brownie.

Pero Xochimilco tenía una magia lenta y paciente.

La abuelita Lupita les enseñó el arte de la siesta al sol en el patio. El abuelito Toño, en sus paseos por el mercado, les mostró cómo seguir el olor de las garnachas (sin comerlas, sólo por diversión) y qué mangos estaban maduros para comer. Brownie, con su instinto protector, encontró una nueva misión: cuidar del gallinero, asegurándose que ningún pollito se perdiera. Panky descubrió la alegría de perseguir mariposas entre los cempasúchiles y de jugar a las escondidas con los gatos de la vecindad, que al final le concedieron su respeto.

Fue durante las fiestas patrias, sentadas entre Lupita y Toño, viendo los fuegos artificiales iluminar el cielo, cuando lo entendieron. Brownie recostó su cabeza suavemente en el regazo de la abuela, y Panky, dejando de lado su energía, se recargó contra las piernas del abuelo. Un gruñido profundo y contento salió de su pecho. Ya no era un «destino temporal». Era su hogar.

Brownie y Panky con abuelos

El vínculo que habían construido no era un substituto del amor por su primera familia, sino un lazo nuevo y fuerte que se había tejido junto con el viejo, haciéndolo más resistente.

Llegó el día del regreso. Cuando el coche de su familia apareció por el camino de tierra, el corazón les dio un brinco de alegría y, también, con una puntita de tristeza. Corrieron hacia ellos, ladrando de emoción, lamiendo caras conocidas entre saltos de pura felicidad.

Pero antes de subir al coche, Brownie y Panky se voltearon una última vez hacia Lupita y Toño. Con un gesto que parecía un acuerdo, les dieron una última y cariñosa lamida en la mano, un «gracias» mudo y peludo.

Ahora, en su casa de la ciudad, Brownie y Panky tienen dos camas, dos platos y el doble de amor en sus corazones. Y cuando cierran los ojos para dormir, a veces sueñan con el olor de los tamales de la abuela Lupita, el silbido del abuelo Toño llamándolas a pasear y la paz infinita de un verano en Xochimilco, donde aprendieron que el amor, en cualquier forma que llegue, siempre encuentra la manera de echar raíces.

 

FIN

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