En el aula «Arcoíris», de una escuelita en las verdes tierras de Guatemala, donde las paredes estaban pintadas de colores vivos y el sonido de una marimba sonaba a veces en el recreo, vivía una maestra llamada Catalina.
Catalina no era una maestra cualquiera. Tenía el cabello largo y negro como la noche, y unos ojos que brillaban como dos luceros cuando sonreía. Y sonreía mucho, muchísimo. Todos decían que su voz sonaba tan dulce como el canto de un guardabarranco.
Cada mañana, cuando los doce niños y niñas del aula Arcoíris abrían la puerta, Catalina los recibía con un abrazo que sabía a pan dulce recién horneado y a mañana de primavera. No era un abrazo rápido, no. Era un abrazo que decía: «Me alegro mucho de verte, para mí eres muy especial».
Las clases con Catalina eran mágicas. A veces, el aula se transformaba en la selva de Petén y todos caminaban en fila como los monos aulladores, cantando canciones sobre tucanes y jaguares. Otros días, se convertían en el mercado de Chichicastenango, lleno de puestos de frutas de colores, y jugaban a vender y comprar, aprendiendo los nombres de las frutas en español y en k’iche’.
Pintaban quetzales con plumas de colores tan brillantes que parecían de verdad, y construían volcanes altísimos con bloques de plástico que hacían erupción con pompas de jabón. Pero, de todo lo que hacían, había una cosa que era la más especial de todas: el Rincón de los Abrazos.
El Rincón de los Abrazos era un lugar pequeño, con cojines suaves como nubes y un tejido típico de brillantes colores. Cuando alguien se sentía un poco triste porque no le salía un dibujo, o cuando alguien se enfadaba un poco por un juguete, Catalina se le acercaba y le decía con la voz más dulce:
—Ey, parece que hoy te hace falta un ratito en nuestro rincón especial.
Y allá iban. No hacían falta muchas palabras. Catalina se sentaba con el niño o la niña, lo abrazaba fuerte y le cantaba una canción de cuna, tal vez una que había aprendido de su abuela. A veces, le contaba una leyenda corta, como la del Sombrerón, pero con un final amable, con una voz que sonaba como el susurro del viento en los bosques de niebla. El cariño de Catalina era como una manta calentita que te cubría y te protegía. Después de unos minutos en el rincón, la tristeza se esfumaba como el humo del volcán, y el corazón se volvía a llenar de valentía y alegría.
Un día, Lupita, que era la más pequeña de la clase, llevó su muñeca de trapo preferida, «Chompira». Pero, durante la hora del recreo, Chompira se quedó enredada en las ramas de una hermosa palmera y se hizo un pequeño descosido. Lupita comenzó a llorar con lágrimas grandes como granizos.
Catalina no dijo «no llores». Tampoco dijo «es solo una muñeca». Se acercó, recogió a Chompira con mucho cuidado y se sentó con Lupita en el Rincón de los Abrazos.
—Chompira es muy valiente —susurró Catalina—. Y las personas valientes a veces se ganan una cicatriz. Pero mira.
Sacó un pequeño neceser con hilos de todos los colores y una aguja sin punta. Con sus manos que parecían hacer magia, comenzó a coser el descosido, puntada a puntada, mientras canturreaba:
Puntita, puntita, la costura va de prisa,
con un hilo azul y blanco,
Chompira queda fina.
Al terminar, el descosido se había convertido en una pequeña línea azul que parecía una sonrisa. Lupita dejó de llorar. Agarró a su muñeca, la apretó contra su pecho y luego abrazó a Catalina con todas sus fuerzas.
—Gracias, maestra —dijo con una vocecita.
—De nada, mi amor —respondió Catalina, devolviendo el abrazo—. En nuestra aula, todo se puede arreglar con un poco de paciencia y mucho, mucho cariño.
Y así era. Porque Catalina sabía que las lecciones más importantes no estaban en los libros, sino en el afecto que se respiraba en el aula Arcoíris: un afecto que crecía con cada canción, con cada risa y, sobre todo, con cada abrazo que hacía que todos se sintieran queridos y seguros.
Y al final del día, cuando los papás venían a buscar a sus hijos, los niños se despedían con un abrazo que sabía a promesa: mañana volverían a vivir otra aventura maravillosa al lado de la maestra más dulce de toda Guatemala.






