En una casa normal, con ventanas que miraban a un parque lleno de árboles, vivía una niña de doce años llamada María. A María le encantaba correr tras un balón de fútbol, llenar hojas blancas con sus pinturas de colores brillantes y hacer caricias a los perros que paseaban por la calle. Tenía una sonrisa que iluminaba la habitación y una risa que sonaba como campanitas.
Pero un día, un Bichito Gris se coló en su vida.
Era pequeño y silencioso, y se le enredó en el hombro, susurrándole al oído cosas que no eran verdad. «María, no eres suficiente», le decía. «Tu cuerpo no es como debería ser. Todo sería mejor si fueras… diferente».
María, que era lista y valiente, al principio no le hizo caso. Pero el Bichito Gris era insistente. Sus susurros se hicieron más y más fuertes, hasta que fue lo único que podía escuchar. Poco a poco, dejó el balón en un rincón, los lápices de colores se quedaron sin usar y su risa de campanillas se guardó en un cajón, bajo llave. Ya no veía los colores del parque; todo se había vuelto de un gris triste.
Sus padres, viendo que su alegría se apagaba, la llevaron a un lugar especial: la consulta de la Doctora Corazón. No era una doctora normal con bata blanca y jarabes amargos. Su consulta estaba llena de cojines mullidos, libros con dibujos y un olor a flores recién cortadas.
La Doctora Corazón miró a María con una sonrisa tranquila y le dijo: «Ese Bichito Gris que llevas en el hombro se alimenta de los pensamientos tristes que le das. Pero tengo una buena noticia: tú puedes elegir alimentar a otro mucho más fuerte».
De un cajón, sacó algo maravilloso: un Bichito-Bueno, redondo, suave y de un color azul brillante como el cielo de verano.
«Este pequeño es tu mejor amigo», explicó la doctora. «Es más fuerte que un oso y más rápido que un halcón. Y lo mejor de todo es que solo come cosas buenas».
«¿Cosas buenas?», preguntó María, curiosa.
«¡Sí!», dijo la doctora con entusiasmo. «Le encanta un buen plato de Valentía, un batido espeso de ‘Puedo Hacerlo’ y, para terminar, una enorme tarta de Amabilidad Propia».
María, aunque con un poco de duda, decidió intentarlo. Esa misma tarde, cuando el Bichito Gris le susurró «no eres suficiente», ella, en lugar de escucharlo, buscó un pensamiento valiente: «Soy fuerte». Se lo dio de comer a su Bichito-Bueno azul.
Y entonces ocurrió algo mágico. El Bichito-Bueno creció un poquito, y su luz azul se hizo más brillante. El Bichito Gris, enfadado, se encogió un poco.
Día tras día, María siguió alimentando a su nuevo amigo. Le daba cucharadas de ‘Me Gusto Como Soy’, vasos llenos de ‘Merezco Ser Feliz’ y, cuando tenía un día difícil, un reconfortante puré de ‘Está Bien Fallar’.
Cada vez que el Bichito-Bueno crecía, el Bichito Gris se hacía más pequeño, más débil y más callado. Hasta que dejó de ser una criatura grande y pesada para convertirse en una simple mota de polvo que apenas se veía.
El Bichito Gris no desapareció para siempre. A veces, en días nublados, María nota un pequeño susurro. Pero ahora ella sabe exactamente qué hacer. Saca a su Bichito-Bueno, grande, fuerte y brillante, y le da la mejor comida: una carcajada, un recuerdo feliz o un simple «soy valiosa».
Y el susurro se calla al instante.
Hoy, María vuelve a pintar con colores radiantes, corre por el parque sintiendo el sol en la piel y su risa, la de las campanillas, ha salido del cajón para quedarse para siempre. Porque descubrió que la fuerza para ahuyentar la oscuridad siempre había estado dentro de ella, solo necesitaba recordar alimentarla.