Había una vez una niña pequeña llamada Anita, que tenía 3 añitos y una familia muy grande y unida. Vivía con su mamá, su papá, sus abuelos y hasta sus tíos, que siempre la cuidaban con mucho amor.
Cuando Anita se resfriaba, su mamá la abrazaba, le preparaba sopita caliente y la llevaba al doctor. Si se caía jugando, su papá la levantaba y le secaba las lágrimas. Los fines de semana, sus abuelos le leían cuentos y le hacían galletas con forma de estrellas. Anita se sentía muy querida.
Pero en la misma calle vivía Jorge, un niño de su misma edad, que solo tenía a su papá. Y aunque su papá lo quería mucho, trabajaba todo el día para poder darle comida y un hogar. A veces, Jorge se sentía solo porque no había nadie que lo ayudara con sus tareas, lo llevara al médico cuando estaba enfermo o lo acompañara a jugar.
Un día, Anita vio a Jorge sentado solo en el parque, mirando cómo otros niños jugaban con sus papás. Se acercó y le preguntó:
—¿Quieres jugar conmigo?
Jorge sonrió y asintió. Mientras saltaban en los columpios, Anita notó que Jorge tenía hambre, porque su papá no había tenido tiempo de prepararle lonche. Sin pensarlo dos veces, Anita lo invitó a su casa.
—¡Mamá! —dijo Anita—. ¿Le podemos dar galletas a Jorge?
La mamá de Anita, al verlo tan calladito, le sirvió leche caliente y un plato lleno de galletas. Mientras comían, Jorge les contó que su papá trabajaba mucho y que a veces él se sentía triste porque no tenía a nadie más.
La familia de Anita lo escuchó con cariño y, desde ese día, decidieron ayudar a Jorge y a su papá. Los abuelos lo invitaban a merendar, los tíos lo llevaban al parque y Anita siempre lo incluía en sus juegos. Hasta le enseñaron a su papá a preparar comidas rápidas para que Jorge no pasara hambre.
Con el tiempo, el papá de Jorge se sintió menos cansado, porque ahora tenía una gran familia extendida que los apoyaba. Y Jorge, aunque seguía viviendo solo con su papá, ya no se sentía solo.